septiembre 29, 2014

Abogado Hernán Corral Talciani escribe:

El Ministro de Justicia y la Ministra Secretaria General de la Presidencia anunciaron el jueves 11 de septiembre que el gobierno pondría urgencia a un proyecto de ley por el cual se declara “insanablemente nulo” el Decreto Ley Nº 2.191 que concedió una amnistía para todos los responsables de los delitos cometidos entre 1973 y 1978. Posteriormente, los medios han hablado de derogación o de anulación y se ha discutido sobre las diferencias en los efectos que se producirían en uno u otro caso.

Precisemos, primeramente, que el Decreto Ley Nº 2.191 tiene el valor de ley y fue aprobado por el poder legislativo que existía en dicho tiempo, conforme a las reglas constitucionales dictadas en ejercicio del poder constituyente originario, por el gobierno de las Fuerzas Armadas que asumió el 11 de septiembre de 1973. Restaurada la democracia, los decretos leyes dictados siguen teniendo vigor como normas legales mientras no sean derogados o modificados por leyes aprobados por el Congreso Nacional. Más allá de las discusiones sobre la legitimidad de un gobierno de facto (una dictadura), la permanencia en vigor de dichas normas ha sido respaldada por la doctrina y la jurisprudencia para preservar el valor superior de la seguridad jurídica y la paz social. De hecho, son muchísimos los decretos leyes que siguen rigiendo nuestra vida nacional sin que se discuta sobre su vigencia (D.L. 3.500, sobre el sistema de pensiones, D.L. 211, sobre libre competencia, D.L. 2.695, sobre regularización de la propiedad raíz, D.L. 1.939, sobre bienes fiscales, etc.).

Como norma legal vigente, el D.L. Nº 2.191 sobre amnistía puede ser derogado por medio de otra ley que no precisa de quórum calificado. La derogación, sin embargo, no puede desconocer que durante todo este tiempo dicha norma legal estuvo vigente y ha podido ser aplicado por los tribunales. La derogación no permitiría que se reabrieran procesos que hubieren terminado por la aplicación de la amnistía, ya que ello vulneraría el art. 76 de la Constitución que dispone que “Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.

Si se tratara de un proceso penal en curso o de alguno que se abra con posterioridad a la derogación sobre delitos cometidos en el período comprendido por la amnistía, tampoco podría dejar de aplicarse el D.L. Nº 2.191 a pesar de haber sido ya derogado. A esta conclusión se llega por la aplicación del principio retroactividad de la ley más favorable al reo que está consagrado en el art. 18 del Código Penal y en el art. 19 Nº 3 de la Constitución. Según esta última norma, “ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado”. El inc. 2º del art. 18 del Código Penal, por su parte, dispone que “Si después de cometido el delito y antes de que se pronuncie sentencia de término, se promulgare otra ley que exima tal hecho de toda pena o le aplique una menos rigurosa, deberá arreglarse a ella su juzgamiento”. Evidentemente, la ley de amnistía es más favorable al reo pues constituye una causa de extinción de la responsabilidad penal. Podría decirse que esto se aplica siempre que la ley más favorable permanezca en vigor al momento en que se dicte la sentencia. Pero las normas de la Constitución y del Código Penal no exigen que la ley más favorable esté vigente al momento del juzgamiento, basta que se hayan promulgado con posterioridad a la comisión del hecho punible. Este tema no es extraño a la dogmática penal, y se le conoce como el problema de las “leyes intermedias”. La opinión dominante es que debe aplicarse la ley intermedia si es más favorable al reo que la vigente. Al respecto señala Alfredo Etcheberry que una razón de humanidad apoya esta solución ya que “no resultaría justo perjudicar al reo por una demora en su proceso, que generalmente no le es imputable” (Derecho Penal. Parte general, Edit. Jurídica de Chile, 3ª edic., Santiago, 1998, reim. 2005, t. I, p. 148).

Al advertir estas limitaciones, y siguiendo el ejemplo de lo sucedido en Argentina, se propone no derogar el D.L. Nº 2.191 sino declarar su nulidad. El art. 1º del proyecto de los senadores Girardi, Letelier, Navarro y Ruiz Ezquide dispone: “Declárase insanablemente nulo por inconstitucional, el Decreto ley N° 2191 de 19 de abril de 1978”. Las causas de la nulidad serían su inconstitucionalidad, su contrariedad al Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el hecho de constituir una “autoamnistía”. Al declararse la nulidad, se entendería que la norma legal nunca existió ni pudo producir efectos. De esta manera, los tribunales no podrían aplicarla a procesos sobre la base de la ley penal más favorable al reo e incluso se podrían reabrir todos los casos en que se hubiera aplicado aunque estuvieren fallados por sentencia firme. Esto último nos parece muy discutible, aunque se estimara procedente la declaración de nulidad del Decreto Ley. De nuevo la prohibición de reabrir los procesos fenecidos, que implica la imposibilidad de que leyes puedan tener efecto retroactivo sobre la cosa juzgada establecida en el art. 76 de la Constitución, se erige como un impedimento para reabrir causas falladas. Adviértase que el art. 9 del Código Civil excepciona a las leyes interpretativas del principio de irretroactividad de la ley, pero con una limitación: “pero no afectarán en manera alguna los efectos de las sentencia judiciales ejecutoriadas en el tiempo intermedio”.
Sin perjuicio de lo anterior, entendemos que no es admisible jurídicamente que el Congreso dicte una ley para declarar la nulidad de otra ley (o de cualquier otro acto jurídico). Si se revisan las materias sobre las cuales puede dictarse una ley, enumeradas taxativamente en el art. 63 de la Carta Fundamental, se verá que ninguna de ellas puede dar pie para pensar que el Congreso puede aprobar una ley cuyo objeto sea declarar la nulidad de otra. Y es lógico que no se la encuentre. La nulidad es una sanción que determina la ineficacia de un acto jurídico por no cumplir con los requisitos de validez exigidos por el ordenamiento jurídico, de modo que su declaración o constatación (en los casos de nulidad de pleno derecho, a veces denominada “nulidad de derecho público”), es de competencia exclusiva de los tribunales de justicia, conforme lo establece la primera parte del art. 76 de la Constitución. Si fuera competencia del Congreso declarar la nulidad de sus propias leyes, perderían sentido todas las limitaciones a la retroactividad o ultractividad de las disposiciones legales.
Si se llegara a dictar una ley que pretendiera anular otra (en el caso, el D.L. 2191), el Congreso estaría infringiendo el art. 7 inc. 2º de la Constitución: “Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”. La sanción es justamente la nulidad: “Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que la ley señale”. Tratándose de un vicio de nulidad que implica la infracción de la Constitución, podrá ejercerse el control del Tribunal Constitucional, ya sea en forma previa durante la tramitación legislativa (a petición del Presidente, de las Cámaras o de un cuarto de los senadores o diputados en ejercicio) o a posteriori, a través del recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad (cfr. art. 93 Nº 3, 6 y 7 Const.).

En suma, una ley que pretendiera declarar la nulidad de la “Ley de amnistía” sería “insanablemente” nula.